La gente que se crió en el campo adquiere una sabiduria tan simple y tan sencilla, como es la felicidad que les da un árbol para sombrearse al mediodía. Quienes nacimos en asfaltos y veredas, no estamos en contacto con cosas tan bellas y nos toca aprenderlas de las historias que nos cuentan los viejos samanes.
Historias de niños que madrugan descalzos y se apresuran al alba para remar rio abajo en balsas de madera a recoger mangos para chupar con las hermanas, a quienes inocentemente cotejaban, de la hacienda de al lado. Árboles dispensadores de manjares que trepaban para huir de tortugas o culebras. Rios, rias, esteros y canales, el agua los samanes, ceibos y guayacanes.
Dulces historias de chicas que asomaban los pies por los balcones para coquetear con los amigos de sus hermanos mayores. Coqueteos tan efectivos, que años después a la víspera de una fiesta resultó que "coincidentemente" se bajaron las llantas del coche de algún pobre italiano y por esas cosas del "azar" Julio pasaba por ahí, y fue él quien llevó a María Emilia al baile.
Un poco de azar un poco más de otra cosa, el agua en la tierra y una semilla. Las raíces, los valores; el tronco, los esposos; las ramas, los hijos y las hojas, los recuerdos. Verdes algunas, otras con el tiempo amarillas y marchitas. Las flores, los nietos. Sus nietos.
Viejo lobo y mi cholito. Su sombra mi descanso, mi respirar mi consejo. Sus lentes, reposan pesados sobre su nariz. Sus ojos clavados en los míos. Sus palabras, mi sombrear en mediodía.
Ahora sin hojas, cuatro ramas y un tronco fuerte y firme. Lo vi acostado en su lecho, ya no hay sombra, solo mi nono viejo. Me convenzo que me ha bastado, que le saqué cada gramo de provecho, las montubiadas que me enseñó difícilmente me olvido.
Alimento de otros árboles que en el futuro sembrarán, para dar sombra a quienes, que sin duda a un caluroso mediodía su refugio cansados buscarán.
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