Publicado el domingo 24 de julio del 2011 En el Diario el Universo. http://www.eluniverso.com/2011/07/24/1/1363/donde-esta-razon.html
Por
Francisco Febres Cordero
¿Dónde? ¿En qué parte, en qué reducto, en qué resquicio se esconde?
Tal parecería que, poco a poco, alguien la fue escamoteando, relegando, postergando.
¿Dónde está la razón?
No está, por supuesto, en aquellos que, por algún motivo, se atreven a expresar un pensamiento que difiere del oficial. Ellos o son ignorantes o son brutos.
Ellos no entienden, no han entendido nada de la historia, no han asimilado las lecciones del pasado, no han asumido que el presente es otro y el futuro se va construyendo a carajazos.
Ellos no saben, no pueden saber, que su capacidad de raciocinio está anulada por una realidad que los aplasta.
Ellos –pobres de ellos– buscan, tratan de expresarse con los recursos que tienen a su alcance y como respuesta solo reciben afrentas, descalificaciones, amenazas.
Y tal vez, en su fuero más íntimo, se preguntan ¿por qué? ¿Por qué aquello que yo pienso, aquello que yo expreso, no merece una réplica razonada y razonable y, en su lugar, solo recibo injurias? ¿Por qué?
Quienes hemos vivido en este país recordamos que tras la exposición de un argumento venía la réplica, también sustentada, razonada. Seguíamos, apasionadamente, el desarrollo de una práctica que yace hoy en el arcón de los olvidos: la polémica. Alguna vez esa polémica subía de tono, al llamado de la pasión. Y alguna vez –también alguna vez– los contendientes llegaban a posiciones irreconciliables, irascibles, violentas y terminaba allá donde el pensamiento no alcanza: en la fuerza. Alguna vez…
Pero –ahora lo vemos con esa percepción que nos da la nostalgia– eran otros tiempos.
Unos tiempos que ya no son los nuestros. Unos tiempos que se fueron diluyendo con el devenir de nuestra historia, difuminándose con los sueños de que pudiéramos entendernos y respetarnos aun en nuestras diferencias.
Hasta que, huérfanos de diálogo, cada vez más escépticos, gritamos en nuestra duermevela, en el hondo silencio de nuestra altanoche, ¿dónde está la razón? ¿Dónde?
Y con un sentimiento de desamparo, con un no sé qué de orfandad, de dolor, de ira, comprobamos que la hemos perdido. Entonces, con la razón perdida, nos vemos invadidos por ese algo inasible, extraño, que alguien definió como locura.
En la devastadora soledad de los amaneceres contemplamos también, con los ojos desorbitados por el espanto, con ese rictus amargo propio de la impotencia, con esa inescrutable, inentendible, profunda percepción de vacío, que la razón está en la fuerza.
Alguien, enceguecido por su prepotencia, imbuido de vanidad y en la presunción de que las urnas le asignan también esa majestad que acompaña a los reyes, a los tiranuelos o los sátrapas, se atribuyó la facultad de pensar por nosotros, de hablar por nosotros, de actuar por nosotros, que pasamos a asumir el evanescente rol de los fantasmas, seres incorpóreos cuya presencia se exorciza a latigazos, carcelazos o insultos.
Hemos perdido la razón.
Y por eso también hemos perdido el juicio, tanto aquel que se asienta en el discernimiento cuanto aquel que, tramposamente, dice sustentarse en leyes.
Por
Francisco Febres Cordero
¿Dónde? ¿En qué parte, en qué reducto, en qué resquicio se esconde?
Tal parecería que, poco a poco, alguien la fue escamoteando, relegando, postergando.
¿Dónde está la razón?
No está, por supuesto, en aquellos que, por algún motivo, se atreven a expresar un pensamiento que difiere del oficial. Ellos o son ignorantes o son brutos.
Ellos no entienden, no han entendido nada de la historia, no han asimilado las lecciones del pasado, no han asumido que el presente es otro y el futuro se va construyendo a carajazos.
Ellos no saben, no pueden saber, que su capacidad de raciocinio está anulada por una realidad que los aplasta.
Ellos –pobres de ellos– buscan, tratan de expresarse con los recursos que tienen a su alcance y como respuesta solo reciben afrentas, descalificaciones, amenazas.
Y tal vez, en su fuero más íntimo, se preguntan ¿por qué? ¿Por qué aquello que yo pienso, aquello que yo expreso, no merece una réplica razonada y razonable y, en su lugar, solo recibo injurias? ¿Por qué?
Quienes hemos vivido en este país recordamos que tras la exposición de un argumento venía la réplica, también sustentada, razonada. Seguíamos, apasionadamente, el desarrollo de una práctica que yace hoy en el arcón de los olvidos: la polémica. Alguna vez esa polémica subía de tono, al llamado de la pasión. Y alguna vez –también alguna vez– los contendientes llegaban a posiciones irreconciliables, irascibles, violentas y terminaba allá donde el pensamiento no alcanza: en la fuerza. Alguna vez…
Pero –ahora lo vemos con esa percepción que nos da la nostalgia– eran otros tiempos.
Unos tiempos que ya no son los nuestros. Unos tiempos que se fueron diluyendo con el devenir de nuestra historia, difuminándose con los sueños de que pudiéramos entendernos y respetarnos aun en nuestras diferencias.
Hasta que, huérfanos de diálogo, cada vez más escépticos, gritamos en nuestra duermevela, en el hondo silencio de nuestra altanoche, ¿dónde está la razón? ¿Dónde?
Y con un sentimiento de desamparo, con un no sé qué de orfandad, de dolor, de ira, comprobamos que la hemos perdido. Entonces, con la razón perdida, nos vemos invadidos por ese algo inasible, extraño, que alguien definió como locura.
En la devastadora soledad de los amaneceres contemplamos también, con los ojos desorbitados por el espanto, con ese rictus amargo propio de la impotencia, con esa inescrutable, inentendible, profunda percepción de vacío, que la razón está en la fuerza.
Alguien, enceguecido por su prepotencia, imbuido de vanidad y en la presunción de que las urnas le asignan también esa majestad que acompaña a los reyes, a los tiranuelos o los sátrapas, se atribuyó la facultad de pensar por nosotros, de hablar por nosotros, de actuar por nosotros, que pasamos a asumir el evanescente rol de los fantasmas, seres incorpóreos cuya presencia se exorciza a latigazos, carcelazos o insultos.
Hemos perdido la razón.
Y por eso también hemos perdido el juicio, tanto aquel que se asienta en el discernimiento cuanto aquel que, tramposamente, dice sustentarse en leyes.
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